Dos miradas

El dilema del toro

Vivo en un sin vivir. No sé si quiero seguir en Catalunya y ser torturado varias veces al año. O largarme a Extremadura y vivir tranquilamente el resto de mis días hasta acabar en una atroz, pero única, agonía. La cuestión es compleja. En los dos sitios me prometen pastos frescos, correrías en libertad y cópulas felices con las hembras más sexis de la zona.

Si me quedo en Catalunya, veo mundo. Porque a nuestra campaña de verano he de sumarle las fiestas de Valencia y Aragón, una oportunidad de confraternizar con sus habitantes entre los meses de abril y octubre. Mi psicólogo asegura que debería descansar al menos 10 días entre tortura y tortura, pero, ya se sabe, en estos tiempos todos sufrimos un exceso de trabajo. Y claro, así pasa lo que pasa. Yo trato de acostumbrarme a ser arrastrado por las calles, arrojado al mar o coronado con antorchas que me chamuscan los ojos. Pero nada, no lo consigo. Y acabo soñando con barbacoas en la cornamenta. Todo un trauma.

Hay otro punto importante. Aquí parece que mi sufrimiento es cultura. Formo parte de una tradición arraigada y colaboro en la identidad de un territorio. Eso está bien. En cambio, si me voy a Extremadura, contribuiré a un acto de barbarie y a la degradación moral de todos esos humanos que confunden la agonía de un animal con un espectáculo.

Aun así, no acabo de tenerlo claro. Será que solo soy un animal.