Giulio Andreotti acaba de cumplir 90 años y el regalo del cineasta Paolo Sorrentino no le ha hecho ninguna gracia. La caricatura de la película Il Divo quizá sea exagerada; los diálogos, por razones legales, demasiados encorsetados, y la contextualización, precaria para un espectador ajeno a las vicisitudes de la política italiana, pero las imágenes consiguen trasmitirnos la presencia inquietante del Maligno. Mientras su mentor político y fundador de la Democracia Cristiana, Alcide de Gasperi, empezaba el día asistiendo a misa para hablar con Dios, Andreotti se entretenía departiendo con los curas que, además de poseer información privilegiada, votaban. Andreotti no encarna al Príncipe de Maquiavelo sino al Príncipe de las tinieblas, de las alcantarillas del Estado. El paso del tiempo y las triqui- ñuelas judiciales no han permitido declararle culpable, pero tampoco olvidar el dedo acusador de Aldo Moro, otro democratacristiano que hablaba con Dios y los comunistas del PCI y que sabía que el mejor truco del Diablo es hacer creer al mundo que no existe.
El billete
Andreotti y Belcebú
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