Manel fue, o es todavía (aunque hiberne), ese grupo que triunfó con un ukelele para enterrarlo al capítulo siguiente, y que nunca se repitió de un disco a otro. Y ahí está ahora Guillem Gisbert, dando un paso más a su arte como cancionista en un álbum que hereda ciertos signos de identidad de Manel, ignora otros y aporta algunos nuevos, sin acomodamiento ni tampoco un corte drástico, y desarrollando una inconfundible voz propia.
Los adelantos del pasado otoño, ‘Les dues torres’ y ‘Waltzing Matilda’, nos hablaban del diálogo de unas historias muy elaboradas con una alta inventiva sonora, todo ello abierto a la fractura, el suspense y ese arreglo discreto que de repente modifica el paisaje. Es fácil imaginar a Gisbert disfrutando al imaginar el espectro (casi) infinito de posibilidades que ofrece la construcción de una canción, allí donde el tacto del sintetizador, el quiebro del ‘beat’ o la pausa dramática capturan y realzan el alma de una estrofa. Porque la letra sigue siendo central. Y ahí, ‘Balla la masurca!’ refleja un refinamiento del equilibrio entre el clasicismo melódico propio del cantautor, con cada palabra esculpida con detalle, y la exploración de soluciones sonoras de vanguardia.
Carreteras abiertas
Gisbert transmite al oyente ese apasionamiento por presentar historias con miga y sentimiento de modos refrescantes, transitando carreteras abiertas a la aventura con su equipo de productores. Canciones con bases melódicas sólidas, tendentes a ‘tempos’ pausados y a una melancolía matizada por el tacto electrónico: ahí están ‘Cantiga de Montse’, ‘Hauries hagut de venir’ o ‘Miracle a les Planes’. Y el tema titular, con su fondo reflexivo en torno a aquello que el público espera del artista y viceversa.
Claro que estas composiciones podrían aguantarse solas a voz y guitarra o piano, pero Gisbert las lleva a otro estadio imprimiéndoles matices determinantes, ya sea deslizando láminas de sintetizador, robotizando la voz o cazando interferencias eléctricas. Como en ‘Els gegants de la ciutat (Oli sobre tela)’. La experimentación incluye la narrativa: en este tema se cruzan la gigantomaquia y la fabulación de una pintura inexistente en un salón burgués, y todo ello acaba en batalla campal.
‘Balla la masurca!’ desprende también humor entre líneas, empezando por el título (el álbum es, francamente, poco bailable) y siguiendo por historias como ‘Les aventures del general Lluna’, pieza ‘dylaniana’ a conciencia, larga (7’ 42’’) y compartida (con miembros de La Ludwig Band), donde Gisbert convierte en catalanes a los colonos de ‘Mayflower’. Otra más de las encantadas historias que trenza en estas canciones tan propensas a lo conmovedor como a lo insospechado, y que llenan de contenido una noción a veces devaluada como es la del pop adulto. Este lo es, y a mucha honra. Jordi Bianciotto
Otros discos de la semana
Diez años después de aquel debut que asombraba por la insultante juventud de la banda, las Mourn siguen llevando en el corazón el rock independiente americano de los 90 pero avanzan hacia la consolidación de una personalidad propia que lo mismo pasa por los sintetizadores de ‘The avoider’ como por la presencia del castellano de ‘Heal hill’. Electricidad emocionante para retratar los miedos y angustias de una generación que, como cantan en ‘Scepter’, busca una salida cavando hacia abajo. Rafael Tapounet
Aunque las canciones las firme en solitario John Squire, este debut está un poco más cerca del canon más rockero de Oasis que del reverberado ‘Madchester’ de The Stone Roses. Cancionero sin grandes revelaciones, aunque portador de canciones estimables (‘Mars to Liverpool’) que se abren paso entre amagos de himnos rockeros, ecos psicodélicos ‘sixties’ y arañazos de blues-rock. Es también un festival para los degustadores de la endemoniada guitarra de Squire. J. B.
Arranca precioso y acaba igual. Y entre medio, Julian Lage, guitarrista capaz de mucho que sabe contar solo lo que hace falta, nunca una nota de más, pasea con pausa y gusto por el paisaje imaginario de la americana, una mezcla de folk, blues, canción, country, música de iglesia y jazz que es más una licencia artística que una realidad. Sin sobresaltos, sin grandes revelaciones, como un artesano que va puliendo una idea vieja pero sólida, que vale lo mismo hoy que cuando se inventó. Joe Henry, maestro de la música de tacto rugoso y aire añejo, le da el acabado ideal. Roger Roca