A mí con el mes de julio se me amontonan las lecturas, se me acumulan los helados artesanales, se me arrejuntan los cursos de verano, se me enrosca a la siesta el tour de Francia y se me anexan las nalgas y las corvas a un sofá de escay imaginario, como aquel del salón con gotelé en un barrio de la periferia. Sudores de la infancia y de la adolescencia pegajosas con las ventanas cerradas y las persianas bajadas para evitar los calores y la luz, y para que no entrara en esa casa ni el viento de la calle, aunque no había viento. Y para hacernos a la idea de que se habían tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Solo nos faltaba comenzar a bordar el ajuar, como las hijas de Bernarda Alba. Es una sensación repetida y única. El cerebro parece licuarse y ya no pide la paz y la palabra sino la desidia y el abandono, el dejarse llevar a esos tiempos en los que no había ni responsabilidades ni futuro ni pensamiento woke ni festivales de verano.
Periféricos y consumibles
Veranos, letras y letrinas, por Javier García Rodríguez
Verano en la playa de la Barceloneta. /
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