Un narrador sin nombre relata lo minucioso de su método de selección de clientes. Tiene pocos, pero con los beneficios de uno solo puede llegar a vivir durante medio año. Los busca, los estudia, observa sus necesidades. Y es que su oficio no es banal: consiste en ayudar a la gente a que ponga fin a su vida. Su objetivo no pasa por provocar un deseo que no existe, sino por estimular un anhelo reprimido satisfaciendo así sus pasiones más oscuras.
A través de un juego de muñecas rusas este protagonista anónimo lleva a cabo los contratos firmados y los convierte en relatos, ya que escribe acerca del tiempo pasado con sus clientes y lo que ellos le contaron. En el fondo Kim Young-Ha en ‘Tengo derecho a destruirme’, reflexiona sobre el silencio que somete la sociedad contemporánea a un elemento que es una parte más de nuestras vidas: la muerte. Y más en concreto, el suicidio. Si el ser humano tiene derecho a escoger cómo vivir, ¿por qué resulta tan insólito que pueda elegir cómo morir?
El escritor coreano intercala de un modo constante los conceptos de muerte y de belleza. Esto le da la excusa para analizar tres lienzos cuya temática gira en torno a esas dos ideas y que tienen un fuerte componente estético: ‘La muerte de Marat’ de Jacques-Louis David, ‘Judith’ de Gustav Klimt y ‘La muerte de Sardanápalo’ de Eugene Delacroix. Si por algo destaca esta novela es por una sensación de inquietud que no te abandona a lo largo de la lectura; por la atmósfera, por cierta impresión de caos. Elementos todos ellos que encajan cuando llegas al final y sientes la necesidad de volver a leerlo todo de nuevo.
Tengo derecho a destruirme
Autor: Kim Young-Ha
Editorial: Malas Tierras
Traducción: Kim Hyeon-kyun y Jung Hye-ri
128 páginas 15,90 €