La obra de Sergio del Molino está sustentada en su dolorosa biografía. Fue así incluso antes de que se consolidara la fiebre memorialística del yo, yo, yo. En el caso de Del Molino la escritura siempre es un trampolín sobre la anécdota para alcanzar trascenderla. Como en la terrible –para el lector y para quien la escribió– 'La hora violeta', donde la lucha contra la muerte del hijo es relatada como un intento de devolverle la vida que no tuvo.
Del Molino suele extraer petróleo pensando la realidad desde un ángulo inédito –'La España vacía'– o gracias a la memoria, que con bien dice en las páginas de La piel nunca sabremos si trae recuerdos reales o implantados por circunstancias o personas.
'La piel' - nada que ver con la de Curzio Malaparte- expande el padecimiento que a los 20 años, con prurito y posterior descamación en brotes, abrieron al escritor la puerta a la psoriasis y a la autopercepción de la monstruosidad. Las brujas de Roald Dahl siempre tienen eccemas.
La idea le lleva a seguir las experiencias psoriásicas de Stalin -que la padeció- y que para Del Molino puede ser el origen de su afán exterminador. O del joven John Updike, quemado por el sol –un potente antipsoriásico– para conseguir la atención de una bonita bibliotecaria de piel negra. O de Nabokov, adúltero enamorado de una mujer que no era su incondicional Vera y retenido finalmente en su pasión por la enfermedad. Una enfermedad que es a la vez efecto y causa.
No hay aquí complacencia ni exhibición del dolor. Se explica el caso, con la ligereza de un Nanni Moretti en Caro diario, constatando que un monstruo nunca lo es en sí mismo sino en la mirada, cargada de temor, de los demás.