No hay material más sensible en una película que la dosificación de las emociones. Si hay un exceso puede resultar manipuladora o cursi. En caso contrario, fría y desalmada. Ibon Cormenzana se sumerge en la difícil tarea de componer una película alrededor de los sentimientos. Y lo hace a través de un drama sobre relaciones humanas protagonizado por un hombre que, tras un trauma, ha dejado de sentir empatía por el mundo que le rodea. Pero lo más interesante se esconde detrás de las imágenes, en esa sensación de que cada vez estamos abocados a la indiferencia y el autismo emocional como sociedad. Que ya no hay lugar ni para la alegría ni para la tristeza.