El cine de aventuras infantiles sigue siendo una de las asignaturas pendientes dentro de nuestra cinematografía. Al margen de las (también) escasas muestras de animación que han ido apareciendo de forma muy residual hasta llegar al éxito de 'Tadeo Jones' y 'Atrapa la bandera', lo cierto es que no resulta fácil encontrar películas protagonizadas por y para niños, enfocadas a sus gustos y que de alguna manera se adapten a las necesidades de los espectadores de la generación post-Harry Potter.

Quizá por esa razón es tan importante la aparición de la franquicia de Zipi y Zape, porque no solo supo aprovechar ese espacio lleno de posibilidades todavía por explorar dentro del entretenimiento familiar, sino porque consiguió conectar con un público que disfrutaba con unos personajes que al fin y al cabo pertenecían a nuestra propia cultura popular, aunque vinieran empaquetados de acuerdo a los nuevos gustos que imprimen los nuevos tiempos. 

La nueva entrega de la saga, 'Zipi y Zape y la isla del Capitán' sigue instalada en la senda de la fantasía impuesta por el primer capítulo, y tiene la virtud de configurar un universo rico en texturas y paisajes oníricos que bebe de los cuentos tradicionales, de los que extrae toda la una batería de referencias puestas al servicio de una historia de iniciación y amistad repleta de peripecias desplegadas con habilidad y desparpajo.

Una producción impecable, cuidada hasta el más mínimo detalle, exuberante en inventiva visual, entre el regusto 'vintage' y ochentero, la iconografía de las novelas de Julio Verne y las mitologías peterpanescas. Un espacio imaginario habitado por personajes memorables, como el que interpreta Elena Anaya o esa monja psicótica que pierde los papeles cuando detecta signos de insubordinación a su alrededor. Entretenimiento y diversión sin complejos, sin sentimiento de culpa o sensación de inferioridad.