La primera prueba documental de su pasión por el circo apareció en la revista Destino, que en 1950 publicó una foto de un jovencísimo Soler-Jové pintado con caballete cinco elefantes del circo Pinder. Sesenta y cinco años después, el editor madrileño Javier Sáinz ha publicado Dibuixos del circ, un libro que reúne más de 50 láminas de este artista establecido en Sitges, un homenaje a su manera sencilla y profunda de entender el arte y la vida.
-Usted no sabía nada de este libro.
-¡Ni siquiera sé de dónde ha sacado Javier los dibujos! Que me haya hecho un libro sin enterarme, tan bien editado y con el detalle de un prólogo en catalán ha sido la ilusión más grande que me han dado en 15 años.
-¿Recuerda su primera función de circo?
-Fue en 1948. Vivíamos cerca de la plaza Monumental de Barcelona y allí se instaló el circo Amar de París. Éramos seis hermanos y mi madre había fallecido, así que dinero para ir al circo no había. Pero yo pasaba cada día por delante, veía la lona y los carromatos y pensaba: «Ahí dentro tiene que haber algo».
-Finalmente convenció a su padre.
-Imagínese, un chico de 14 años que solo había ido al cine de varietés frente a un espectáculo de pista redonda con malabaristas, trapecistas, payasos, 12 caballos, 6 tigres, 3 elefantes… Entonces, ¡boom!, se produjo la explosión, pero no solo del circo sino también de la intención de dibujarlo.
-¿Había precedentes artísticos en su casa?
-Mi padre, Ramon Soler Liró, pintó toda su vida y formó parte del grupo Nou Ambient; de ahí mi obsesión por la pintura. Fue él quien, años después de llevarme a mi primera función, me contó una historia increíble. ¡Resulta que mi abuelo era artista de circo! Él y su hermano se hacían llamar Soler Frères -así, en francés- y tenían un número de equilibrios sobre la cabeza que acabó cuando el hermano de mi abuelo, que era el que iba arriba, cayó y se abrió el cráneo.
-A menudo dibuja a sus personajes de espalda. ¿Por qué?
-Iba mucho al circo, repetía funciones día sí y día no, y no quería molestar al público con el caballete. Por eso solía sentarme junto a la orquesta, donde nadie quería estar porque los artistas se ven de espaldas. A mí me daba igual porque el movimiento y la característica de la persona no se ve solo de cara. ¿O cree que todo el mundo tiene el mismo cogote? [Risas]
-Charlie Rivel era un dios en Alemania y usted logró que se le reconociera también en Catalunya. ¿Cómo se conocieron?
-La primera vez que le vi fue en el circo, en 1954. Fui a varias funciones y un día me atreví a ir a saludarle. Le regalé un dibujo mío pero no me hizo mucho caso: «Esto es solo un boceto», dijo.
-Pero usted no se dio por vencido.
-No. Para mí el arte no consiste en dar las cosas masticadas y acabadas; no se trata de solucionar problemas sino de plantearlos y dar pie a que el espectador los acabe. Lo que yo intento con mis dibujos es insinuar, no acabar nada, porque no hay nada que se acabe, solo nos acabamos los humanos.
-Acabó siendo muy amigo del payaso. ¿Qué le atraía de su personalidad?
-El artista más que el hombre. Como persona amaba la pompa y el boato y era un provocador nato que presumía de su amistad con Hitler. Pero era un gran artista. Convirtió sus dificultades físicas reales para encaramarse a una silla en una de sus entradas más famosas. Era tan listo que de sus limitaciones hacía arte.
-¿Cuántos dibujos llegó a hacerle?
-Son incalculables los dibujos que hice de Charlie Rivel. Ahora apenas dibujo porque sufrí un ictus y mi mano derecha no tiene la habilidad de antes, pero cuando me daba el ataque de dibujar no paraba.