El cine bíblico siempre vuelve, como el de catástrofes. Su sentimiento épico no desfallece, y más cuando las lecturas cinematográficas renuevan los cauces más realistas. Ha pasado recientemente con el Noé de Darren Aronofsky --que era una mezcla de antropología, naturalismo y puro delirio fantástico-- y ocurre ahora con la versión de la historia de Moisés emprendida por Ridley Scott.
Lejos quedan los tiempos tan intensamente kitsch de Cecil B. De Mille mandando subir a Charlton Heston a lo más alto del monte Sinaí para recibir las tablas de los diez mandamientos. La lectura de Scott deja de lado muchos aspectos reconocibles, en los libros sagrados y en el cine del Hollywood de la época muda hasta los años 50, para justificar a través de la razón lo que siempre había sido obra de Dios.
Scott no traiciona, sino que cuenta la historia del mismo modo aportando ligeras modificaciones de orden histórico. Y lo hace bien, aunque no es el Scott de Alien, Blade runner o American gangster. Tampoco es el desproporcionado autor de El reino de los cielos, su inmersión en las Cruzadas. Haciendo equilibrios entre su tendencia a la desmesura y su habilidad para el drama íntimo en el contexto del gran espectáculo, el director logra momentos realmente brillantes al visualizar las plagas bíblicas (con justificación realista) que asolaron Egipto y sus consecuencias sórdidas y oscuras, pero se muestra menos inventivo en la esperada secuencia del mar Rojo abierto en canal que cruzan los hebreos y en el que sucumben los hombres de Ramsés.