EDICIÓN BILINGÜE

Houellebecq se pone poético

Un tomo reúne los poemas del polémico autor francés

Michel Houellebecq, ayer, en el Institut Francès de Barcelona. / ALBA HAUT

No es que su aliño indumentario sea torpe, es que es inexistente, pero por lo menos  esta vez en su visita a Barcelona Michel Houellebecq lleva cinturón y no una cuerda atada a la cintura. Trae bajo el brazo Poesía (Anagrama), la edición completa y bilingüe de sus poemas escritos en la última década del siglo XX. Entonces Houellebecq era todavía un completo destroyer que se empleaba a fondo a la hora de epatar a los buenos burgueses -dura tarea, porque los burgueses ya no son lo que eran-, creando a ese personaje llamado Houellebecq, un tipo con el que nadie en su sano juicio se iría a tomar una copa. Lo cuenta en uno de sus poemas: «Me echo un vistazo con la pose «artista». / Y encuentro el espectáculo poco menos que repugnante. / Aunque soy un artista, sigo estando triste, / Rodeado de cabrones que me muestran los dientes».

Por eso no es extraño que cuando se le pregunta ¿por qué escribe? asegure susurrante y dubitativo en su viejo registro honesto y maldito: «Porque soy vanidoso, porque busco los aplausos, porque es divertido armar la arquitectura de una novela. ¿Cuál es el sentido de todo esto? No estoy seguro».  El artista piensa detenidamente sus respuestas  antes de formularlas sin importarle los incómodos e interminables silencios. Contraviniendo la norma de no fumar en un lugar público cerrado se echa al coleto dos cigarrillos. Quizá sea un homenaje al retrato que figura en la portada del libro en el que también fuma con escénica rebeldía. El caso es que no pide permiso, ni se excusa. Ni un mísero desolé.

Pese a esas menudencias. Houellebecq conviene en que Houellebecq el terrible está ya superado. Muerto quizá al mismo tiempo que su personaje, el escritor-personaje Michel Houellebecq de El mapa y el territorio que un mal día apareció hecho pedazos en una escena de inquietante masoquismo literario. El resto es conocido. Aquella novela le valió el Goncourt, el reconocimiento incluso de los más escépticos, y con él la reconciliación nacional. Y la culpa de ese proceso según él la tiene la edad, esos no muy lozanos 54 años que gasta: «Quizá me estoy haciendo mayor. Es verdad que Ampliación del campo de  batalla [su primera novela] era muy insolente. Lo que intentaba entonces era tirarle un jarro de agua fría al lector. Ahora prefiero dominarlo sin que se dé cuenta para llevarlo al terreno que me interesa».  Y para poner un ejemplo de su método echa mano de la banda Pink Floyd, uno de sus amores musicales, experta en introducir imperceptiblemente la melodía en medio de los sonidos estrepitosos.

Así el nuevo Houellebecq domesticado no entra al trapo cuando se le pregunta por los recientes ataques de los islamistas radicales. Decir que el Islam era «la religión más idiota» le llevó a banquillo de los acusados, aunque posteriormente fuera absuelto. Una década después dice con cautela que no tiene nada que añadir al respecto, porque «no hay nada nuevo sobre el Islam en Francia». Delicado  incluso, se molesta en corregir una opinión sobre una colega, Amélie Nothomb. «No me interesa. Mejor dicho no la he leído», dicho esto con tono de no querer corregir la omisión.

Parecería que la legendaria misantropía del autor es ahora solo perceptible en su afán por esconderse en lugares alejados de los focos. Cuando no está en París, está en Vera, Almería, un paraíso naturista donde, rodeado de holandeses, solo ve «televisión francesa».