El diccionario define el verbo confinar, en su segunda acepción, como “recluir algo o a alguien dentro de límites”. Después del encierro doméstico por el virus, parece desde luego un contrasentido que la imagen por excelencia del confinamiento remita al corazón de Rusia, a Siberia y más allá, al extremo norte, donde la taiga se confunde con la tundra. En ese abismo remoto, la máquina de trinchar estalinista construyó una compleja red de campos de concentración conocida por su acrónimo en ruso Glávnoye Upravlenie Lagueréi (Administración General de los Campos); o sea, el Gulag. Un infierno de hielo, de soledades absolutas, el sumidero adonde iban a parar los disidentes, los desafectos, los “enemigos del pueblo”. ¿Es posible confinar a alguien en el espacio infinito? En el caso improbable de que el preso lograra traspasar las estacas y la alambrada, ¿hacia dónde encaminaba sus pasos en la nieve sin fin? Musitar el simple nombre de los campos hiela el espinazo: las islas Solovkí, Vorkutá, Magadán, el canal que une el mar Blanco con el mar Báltico, que Stalin se empeñó en construir con mano de obra presidiaria, trazando una línea recta sobre el mapa con la boquilla de su pipa.
Historias
Un abismo de hielo
La palabra 'confinamiento' remite al Gulag y a Siberia, donde espacio y soledad se pierden en el horizonte
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