Los observadores, casi todos, los de izquierda y los de derecha, coinciden en que Silvio Berlusconi, fallecido el pasado lunes, se metió en política en los noventa del siglo pasado por dos motivos principales: el gusto por el poder y salvar a sus endeudadas empresas. Logró satisfacer ambas cosas, ya que el punto de partida era óptimo. El universo en el que el magnate se infiltró era un mundo en decadencia. El muro de Berlín había caído (1989) e Italia había sido arrasada por los escándalos de corrupción, entre ellos Tangentópolis, la serie de investigaciones de los fiscales de Mani Pulite (Manos Limpias) que habían puesto fin a décadas de hegemonía de la Democracia Cristina, la DC, el partido que había gobernado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El desmoronamiento de la Unión Soviética (1991), en cambio, había acabado con el Partido Comunista Italiano, el PCI, la formación de esa fe ideológica más grande de Occidente.
Muerte de un magnate
Silvio Berlusconi, el gran ilusionista
Silvio Berlusconi, en el Palacio Chigi en Roma /
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