No ha pasado tanto tiempo desde que Europa volviera a mirarse en el espejo roto de los valores que pregona. Fue el año pasado en la frontera entre Polonia y Bielorrusia, donde Varsovia desplegó al ejército para prevenir a palos la entrada de miles de refugiados de Oriente Próximo y África tras acusar al régimen de Lukashenko de orquestar el flujo con el fin de desestabilizar a la Unión Europea. “La política de puertas abiertas ha traído los atentado terroristas a Europa Occidental”, dijo por entonces su ministro de Defensa, Mariusz Blaszczak. En esa gélida frontera se levanta hoy un muro de metal de 186 kilómetros y más de cinco metros de altura, erigido por el Gobierno ultranacionalista polaco del partido Ley y Justicia, el mismo que se negó a aceptar desde 2015 a uno solo de los refugiados sirios que se ahogaban en el Mediterráneo.
Las fronteras de la ansiedad
Las dos caras de Polonia: el país que no quiso un solo sirio y se abrió a millones de ucranianos
La acogida masiva de refugiados procedentes de Ucrania desnuda el doble rasero del Gobierno ultranacionalista polaco. La falta de estrategia para integrarlos augura potenciales tensiones con la población local.
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