No ha pasado ni siquiera un año desde que Estados Unidos se retirara derrotado de Afganistán para cerrar la guerra más larga de su historia. Las formas de aquella caótica desbandada fueron propias de una potencia en declive. Los talibanes habían vuelto al poder, miles de colaboradores afganos fueron abandonados a su suerte en los accesos del aeropuerto de Kabul y la mala sangre se impuso los despachos de la OTAN, después de que Washington apenas consultara su salida con los aliados. Muchos se preguntaron si aquel fiasco no era acaso el principio del fin del siglo americano, como lo había sido para la Unión Soviética su derrota en Afganistán. Había motivos para pensarlo. EEUU ya no era un socio de fiar para muchos de sus aliados; su población estaba harta de aventuras bélicas, y la polarización política interna era tan extrema que el país se había vuelto prácticamente ingobernable.
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Antes del amanecer, un soldado del Tercer Regimiento de Infantería de EE. UU. coloca banderas en lápidas antes del Día de los Caídos, /
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