Durante tres semanas y un día fue testigo de la destrucción sistemática de la ciudad donde nació, una urbe de casi medio millón de habitantes bombardeada por tierra y aire sin descanso, y estrangulada por un sitio que va camino de engrosar los episodios más bárbaros de la historia bélica. En esos 22 días aprendió a interpretar la métrica de la artillería para escurrirse durante sus silencios por jardines y descampados o a dormir en una bañera para no morir congelada. Se acostumbró a sortear cuerpos tirados en las aceras y a alimentarse de pan duro. “La gente espera que llore todo el rato y les cuente que pasé los días en el búnker”, dice ahora Diana Novikova desde un lugar seguro. “Pero no es el caso. Todos aquellos días solo pensé en escapar de Mariúpol y en llevarme conmigo a mi abuela”.
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