El lado mexicano

La vía para llegar hasta el sueño

Miles de menores centroamericanos, como Jordi y 'Neymar', cruzan México a lomos de 'La Bestia', el llamado "tren de la muerte", para intentar llegar a EEUU

La mayoría huye de la violencia de las bandas de narcotraficantes y las pandillas

Unos hondureños esperan la salida del tren a EEUU en Tierra Blanca. / TONI CANO

«Llámame Neymardice el chaval salvadoreño. Él también juega de delantero y fue el mejor en la selección sub-17 de su región, Morazán. Pero desde hace dos años, a la vuelta de su trabajo en el campo, se topaba con la mara, la banda. «A ti la policía te saluda. Vas a trabajar para nosotros. Hay mucha droga que pasar». Le dieron de plazo hasta fin de mayo y entonces la paliza de su vida, como aún muestra su cuerpo: «Me agarraron entre cuatro y me golpearon nueve». Volvió a decir un «no» que lo condenaba a muerte. Por eso ahora es uno más de los millares de menores centroamericanos que viajan en La Bestia, el llamado «el tren de la muerte», en el más peligroso e incierto camino hacia el sueño americano.

Tierra Blanca es la estación más peligrosa dentro del estado de Veracruz. Muchos tratan de soslayarla en autobuses. «No saben que el conductor avisará a los controles de Migración con un simple cambio de luces», comenta uno de los jóvenes que repite la experiencia. Un grupo de piel oscura y vestimenta colorida surge de un hotelucho cercano y recorre la vía para esperar en el patio sombreado de una casa. Son garífunas del Caribe hondureño, «por donde pasa ahora toda la droga», dicen. Entre ellos brillan los ojitos de siete niños. Dos de las mujeres llevan bebés en brazos. Uno de los chavales, como de 4 años, corre por la vía y su nombre resuena entre el grupo: «¡Jordi, Jordi!».

 

Gorras, mochilas, mantas enrolladas, un vagar indeciso o el cobijo bajo los vagones parados van revelando a los centroamericanos, la mayoría hondureños, que esperan la salida del próximo tren para subir por Córdoba y llegar a Lechería, no lejos de la capital. La mayoría llegó el día anterior y se dispersó por el lugar. La Bestia es cualquiera de los trenes de carga que van hacia el norte con dos locomotoras al frente. Solo los que cargan químicos llevan policías que impiden subir a los emigrantes. Las rutas parten de las dos fronteras con Guatemala, en Chiapas y Tabasco, y confluyen en Veracruz para subir al centro del país y dividirse en cuatro ramales que llegan a la frontera de 3.000 kilómetros, la más transitada del mundo.

En Arriaga (Chiapas) y en Tenosique (Tabasco) se aglomeran los emigrantes que han conseguido cruzar en neumáticos los ríos Suchiate o Usumacinta tras días de viaje en autobuses y cruces fronterizos por el monte, «lejos de controles policiales o de los malos». Algunos ya llevan los pies llagados antes de tener que andar muchos tramos por la vía para esquivar más malos y peligros.

La enfermera

«Ahora les toca a los niños». Desde hace 30 años, Eduarda sale cada día a las vías de Tierra Blanca. Recoge entre los raíles pantalones, camisetas, sostenes, regados entre montones de botellas y platos de plástico. Los lava y los vende a cinco pesos (27 céntimos de euro) a los emigrantes que siguen pasando.

También Mari recorre a diario la vía, tras su trabajo nocturno como enfermera del hospital. Lleva al cuello un rosario y una cruz de madera y al hombro un bolso con el lema Si el migrante no es tu hermano, Dios no es tu padre. Hace fuego junto a la vía y prepara «arrocito y atole» (una bebida caliente).

 

César ha dejado en Honduras a su hijo, de 1 año. «Me voy a por él», dice. Sonríe tras cada frase. Tiene 21 años y la certeza de una ayuda divina que en cualquier momento pueden segar los machetes, las ruedas del tren, los sicarios del crimen organizado, los propios funcionarios de migración, la rama de un árbol. A medio camino, Carlos, otro hondureño, tiene miedo. Quiere dar media vuelta, entregarse a Migración para que lo deporten. Si pudiera, se «volvería en bus».  Ahora se da cuenta de que quiere estar junto a sus hijos, la niña a punto de cumplir los 12, el niño, de 7. A la niña de 14 años que viajaba sola detrás suyo en lo alto del tren se la llevó una rama. «Cayó entre los vagones. Cuando me volteé, ya no estaba».

Elmer dice estar preocupado por la muchacha con un niño de 4 años que protegía. Trabajó una semana «en aquella casa», señala vagamente, para reunir dinero y seguir juntos el camino. Pero «ella habló con su familia, lloró y se volvió para El Salvador» con la pasta. Elmer se queja también de la traición de su esposa. Parece amargado, no sonríe como el resto, no mira a los ojos. Necesita contar demasiado. Tras un rato de charla, confiesa que tiene «escondido un fierro», una pistola, cerca del albergue local.

En el albergue aún están impresionados por la chica que días atrás llegó necesitada de consejo y no lo tomó. Afuera la esperaba un tipo, «que no quiso entrar y tenía mala catadura», recuerdan. «Era una muchacha muy, muy bonita», resaltan las mujeres. Tenía 17 años. «Quién sabe dónde haya acabado», musitan.

En este, como en todos los albergues que alivian la ruta, los religiosos que los alientan resaltan: «La violencia exacerbada en sus países de origen fuerza esta ola migratoria. Han vivido la emigración por generaciones. No temen el viaje porque la violencia, la extorsión y el secuestro son habituales para ellos. Y a la ingenuidad se unen ahora muchos mitos y bulos, como el de que los niños y las mujeres sí pueden quedarse en EEUU».

 

Cuatro hondureños de color recorren las vías de manera despreocupada, sospechosa. César confirma horas después: «Son mareros. Cobran la cuota por adelantado». El desaliño del periodista al tercer día de recorrer como otros la vía confunde a otro aparente migrante: «Si te decides a ir pa'l norte, paga ahora la cuota, 100 dólares. O te puedes caer del tren». Solo algunos -y muchos amputados- saben que «el tren te succiona, las ruedas te cortan y te sellan».

 

Eduarda recuerda una cabeza que «sonó como una calabaza al chocar con el vagón y quedó segada junto a la vía», ahí, ante sus ojos. Pero resalta «la alegría que, pese a todo, traen consigo los migrantes». Las vías, en las que los trenes no paran de hacer maniobras, «se quedan como tristes cuando se van».

«¡Ahí viene! Dos máquinas y no es de químicos ¡Vamos!». Cuando el tren ya ha arrancado, los migrantes surgen de todos lados para abordarlo. Ahí va Jordi, reprimido en los bajos del vagón por su oronda mamá mientras su padre dice adiós. Ahí va César, pensando que quizás algún día «pueda hacer llevar a la mujer y el niñito». Ahí va Carlos, que no ha podido dar la media vuelta y grita que es un «viaje sin retorno» que también harán sus hijos. Ahí va Neymar, listo a enriquecer el fútbol gringo y recordando que la pandilla de su región le dijo que se «vistiera de blanco porque ya estaba muerto».