Entre 1942 y 1944, Margaret Wölk probaba las mejores frutas y verduras que se podían encontrar en Alemania, un país castigado por los bombardeos aliados, donde lo habitual era hacer interminables colas con las cartillas de racionamiento para recibir el pan, la sal, el azúcar, el café de malta y, en el mejor de los casos, algo de carne.
Berlinesa de unos 25 años vivía en Gross Partsch, una aldea de 300 habitantes situada en la entonces Prusia Oriental, hoy llamada Parcz, en Polonia, un lugar idílico donde vivía su suegra, en una casa con un amplio jardín.
Unos soldados se la llevaron a la Guarida del Lobo, el complejo de edificios y búnqueres rodeado de campos de minas. Aquel cuartel general de Hitler, desde donde pretendía controlar el frente oriental, estaba en Gierloz, a tres kilómetros de donde vivía Margot con su suegra. Ella y otras 14 jóvenes de la zona fueron reclutadas a la fuerza para probar la comida que cada día tomaba Adolf Hitler, que temía un plan del enemigo para envenenarle.
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