Seguimos, con desconcierto. Y con las preguntas de hace meses: ¿qué va a pasar cuando volvamos a encontrarnos con familiares o compañeros de trabajo? ¿Y yo, como maestra, con los padres y niños de mi cole? ¿Cómo nos saludaremos? ¿Cómo nos recibiremos? Seguimos sin respuestas. La incertidumbre nos llena de ansiedad, de tristeza. Me cuesta imaginar a un maestro que no pueda abrazar a sus alumnos, a sus compañeros¿ No sé muy bien cómo lo gestionaremos. Cuidar la salud de todos y evitar riesgos nos hará ser creativos.
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¿Qué tal cambiar los abrazos por sonrisas? Señalaba Charles Chaplin que la risa (pariente cercana de la sonrisa) es un tónico, un alivio, un respiro que apacigua el dolor. Hablan los neurólogos de las bondades de la sonrisa, del precioso efecto que provoca en nosotros; y el que, gracias a las neuronas espejo, ejerce en los demás. Porque, ¿qué facilita nuestra sonrisa en ellos? Que sonriamos juntos.
Una sonrisa nos ayuda a superar la desesperanza, a mejorar nuestro bienestar, el propio y el ajeno. Cuando sonreímos, el cerebro interpreta que sentimos satisfacción, que estamos bien. Ello ayuda a que se relaje nuestro cuerpo y a alejar la depresión, tristeza o sinsabores de la vida. Si algo positivo podemos sacar del confinamiento, es algo más de tiempo para nosotros. Para pararnos y descubrirnos; para rebuscar un huequito para cuidarnos y compartir una sonrisa que otro precisa o hacer posible el simple deseo de reencontarnos con la nuestra.
Sobre todo, quienes podemos dar gracias a Dios por la salud de nuestra familia, deberíamos ser conscientes de la importancia de compartir nuestra sonrisa: que esa energía llegue a los que necesitan encontrar algo a lo que agarrarse. No nos saludaremos igual que antes, pero qué bonito poder al menos cambiar nuestros abrazos por sonrisas.
Que nuestra sonrisa alivie el estrés o la tensión del sufrimiento. Que encuentren en ti confianza, cariño. Una sonrisa cuesta menos que la electricidad y da más luz