Einstein ya había sentenciado que "el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad, el mundo solo tendrá una generación de idiotas". Más de un siglo después y llegados a la era tecnológica, me pregunto: ¿compensa poseer todas las respuestas a golpe de clic si el exceso de información no permite a nuestro cerebro asimilarla y mucho menos disfrutarla?
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Este artículo no es en absoluto una apología a la vida sin electrónica, sino más bien una invitación a la reflexión sobre la cantidad de horas que perdemos frente a toda esta maquinaria y el erróneo uso de los recién llegados teléfonos móviles; en especial, del contenido multimedia y plataformas que visitamos a diario.
El problema no sería aprender o interactuar con usuarios que comparten sus estilos de vida. El problema es la toxicidad, celos y frustración generados por no alcanzar la perfección estereotipada impuesta o una determinada cifra de likes. Aterrador es insultar y acosar desde el anonimato u odiar por defender ideologías opuestas.
¿Frustración? ¿Incertidumbre? No hay cabida para la debilidad o preocuparse por sujetos universales como el futuro de nuestro país. Buscamos ser diferentes y criticamos a quién se inicia en un proyecto poco común; pero si triunfa le soltamos un "yo creí en ti". Valores como la amistad o el amor deberían ser totalmente desinteresados y sin embargo se gestan por conveniencia. Aberrante es también la propia gestión y condiciones de las redes; el escándalo que supone lo natural de un cuerpo pero la indiferencia ante la violencia o el maltrato.
Independientemente de todo este compendio de actitudes, me apena como observar queda relegado a un segundo plano, ya que la prioridad es presumir. Construyendo una sociedad más preocupada en su imagen que en su intelecto, más interesada en resultar deseable que respetable o que antepone responder mil mensajes a diez amigos verdaderos. Veo gente, pero cada vez me cuesta más distinguir personas.
¿Y tú, qué ves a través de tu pantalla?