Isabel Díaz Ayuso, experta 'influencer', maquillada, casi decorada, flexiona el cuello, aproxima la cabeza hacia su hombro izquierdo y sonríe a la cámara, una y otra vez. Se muestra tal y como quiere ser: una BoBo ('bohemian bourgeois') en Madrid, en Eivissa, en Nueva York, en Washington y en Colmenar Viejo; orgullosa, segura de lo conseguido, y muy capaz de llevar a cabo cualquier misión que se le encomiende. Es sincera cuando desprecia a los administrados en nombre de sus votantes, reconoce que le gusta el poder, porque su ejercicio nunca le ha quitado el sueño, y la remuneración y otras prebendas (apartamento de Sarasola, entrenador personal, vestuario a cargo del erario público…) que reporta le permiten disfrutar de un estilo de vida que otros desean. Hasta aquí nada que objetar, como diría Max Weber, el suyo es un tipo social perfecto: el político profesional que, partiendo de una situación inicial de sumisión y servilismo, ha sabido aprovechar sus oportunidades y mejorar, compitiendo, su 'status' dentro de la organización partidaria, y no quiere que la paren. El Rector de la Universidad Complutense la ha declarado alumna ilustre, por la fuerza de los hechos.
Entretodos
Se vende a sí misma como trabajadora tenaz y hasta entusiasta al servicio de unas metas que no sabemos cuáles son exactamente, pero que ella tiene claras, se reclama lideresa competente y meritada, se olvida el trabajo colectivo, de la acción colegiada de cualquier Gobierno; parece la única llamada para salvarnos, a pesar de nosotros mismos.
Es la soberbia perfecta, bastante alejada del servicio público y de la decisión colectiva por la que pasa cualquier modelo económico y social, si es que ha de ser nuevo y no mera repetición del modelo actualmente en crisis, que también está dirigido por los más capaces y exitosos como ella.