La emigración forzosa es una de las mayores tragedias modernas de nuestra sociedad. Año tras año, y desde hace siglos, la humanidad se ha visto obligada a dejar su tierra natal por una razón de peso mayor: el conflicto armado, una irremediable situación socio-económica, la persecución política... son algunos de los factores que llevan a esta decisión, traumática para muchos por lo que supone una huida forzosa del hogar.
Entretodos
Por su parte, la migración hacia el viejo continente es común en países de habla hispana. Miles de personas abandonan sus hogares en busca de un futuro mejor para sí mismos y los suyos, arriesgando su economía y su bienestar en una incierta (y no siempre receptiva) Europa. Un sueño europeo que queda nublado por el racismo, el clasismo o la burocracia institucional; un sueño que se convierte en una pesadilla ante las inflexibles leyes de extranjería y que supone un escalón más en una escalera empinada para el inmigrante, que, ante la desesperación, recurre a la esclavitud moderna y a la precariedad ante la incapacidad de poder tener un contrato de trabajo (por no hablar de nacionalidad).
La tristeza de todo el proceso es el abandono del hogar, por la dificultad de poder volver. La mayoría de inmigrantes no podrán asumir el coste que supone volver a casa, ya que viven encadenados económicamente al país al que emigraron. Hacen falta una, dos e incluso tres generaciones para poder recuperar la estabilidad económica que los permita volver a casa. En los tiempos que corren, no caemos en la realidad de la migración. Una realidad que partidos e individuos usan como arma arrojadiza y argumento político para esconder sus penurias bajo un trozo de tela con un valor representativo.