El pasado martes, Eduardo Zaplana (exministro del Gobierno de José María Aznar) fue declarado culpable de corrupción, y la justicia española lo ha condenado a 10 años y cinco meses de prisión. Lo vi en televisión a la hora de comer, y aquellas imágenes se juntaron con los artículos que había leído mientras desayunaba sobre el 'caso Koldo'. A continuación, apareció la señora Ayuso y, con aires muy a lo Trump, le aclaró al periodista que la estaba entrevistando que lo de Zaplana no tocaba: "Ahora, lo importante es hablar de la corrupción del PSOE", le dijo.
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Harto de la imparable decadencia de mi país y lo triste que me resulta constatar que la corrupción (omnipotente y puntual) siempre la practican los políticos que mandan sean del color que sean. Cierro la televisión para conversar con mi mujer y le cuento que cuando mi padre me castigaba por alguno de mis trapicheos de juventud yo, además de aceptar la sanción, jamás negaba los hechos; simplemente, admitía que había sido descubierto.
Es entonces, cuando tomando mi café, reflexiono sobre lo ridículo que resulta ver a nuestros políticos (incluidos Zaplana y Ábalos) que, delante de docenas de pruebas irrebatibles, jamás admiten su culpa.