Hoy, frente al aeropuerto de Barcelona, había una familia formada por una pareja joven y una niña rubia que no debía llegar a los dos años. La niña, mientras correteaba junto a la madre, se ha encontrado en su camino con una silla del bar colindante. Su instinto la ha llevado a toquetear, y el toqueteo ha acabado en empujones al asiento. La madre, instantáneamente, se ha apresurado a apartar a la niña (la cual se resistía con todas sus fuerzas) para evitar que la pequeña cayese al suelo y se hiciese daño. La niña ha intentado una decena de veces volver a la silla, para empujarla. La madre la ha seguido las diez, para apartarla y evitar su caída. Finalmente, la niña se ha tirado al suelo de todos modos y ha empezado a llorar y a patalear frustrada. Normal.
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Conclusión: ni la madre ha conseguido evitar que su hija acabase en el suelo lastimada ni la niña ha comprendido que si empujaba la silla se caía, y que caerse duele.
¿De qué sirve que nos protejan del error desde el instante que pisamos el mundo? Si, al fin y al cabo, es el único que nos permite crecer. Yo, a mis 22 años, he decidido que voy a empezar a empujar más sillas.