Jóvenes encapuchados arremeten con inusitada violencia contra la Policía y el mobiliario urbano y saquean establecimientos comerciales. Más que movilizaciones de protesta por el encarcelamiento de un rapero multirreincidente y defender la libertad de expresión llevada a límites paroxísticos, lo que subyace en esas algaradas es el profundo malestar que sienten muchos jóvenes ante un sistema que les está marginando. Se rebelan ante un Estado al que perciben como profundamente injusto.
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Cualquier excusa o pretexto puede acarrear consecuencias impredecibles, muy corta es la mecha de un segmento de la sociedad que sufre el estigma de la precariedad laboral, la acentuada brecha generacional y que se considera víctima ante un futuro carente de expectativas. Esa indignación se proyecta contra los símbolos de un 'establishment' que consideran excluyente; la Policía, las oficinas bancarias, los comercios de artículos de lujo, las sedes de grandes corporaciones...
Es factible que interioricen la idea de que sin violencia nadie les escuchará descartando la protesta pacífica. La violencia es incompatible con la democracia; sin embargo, los déficits estructurales, las políticas que no fomenten la integración de los jóvenes procurándoles razonables expectativas de empleo estable, de realización y proyección personal contribuirán a que se prolongue ese descontento.
La violencia debe ser condenada sin paliativos, pero acompañada de la voluntad política de adoptar soluciones reflexivas que analicen las causas de las movilizaciones y las reacciones violentas en lugar de jalear de manera incomprensible e irresponsable la incitación al odio y a la violencia.