El proyecto espacial europeo Gaia, que salió al espacio en 2013 gracias al lanzador ruso Soyuz, ha permitido editar una pequeña guía para moverse, siquiera virtualmente, por la Vía Láctea, a la que describe como un disco de dos brazos en espiral de 170.000 años luz de diámetro y un grosor de 1.000 años luz (un año luz son 10 billones de kilómetros), que gira alrededor de un centro (Sagitario A*) vacío.
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Ojalá hubiese dispuesto yo de esta mínima aproximación a las galaxias cuando buscaba subirme a la gran nube, incitado por la provocación del tío Emilio, que me prestaba novelas de Marcial Lafuente Estefanía y que aseguraba que nuestro pueblo, en el límite provincial de Madrid/Guadalajara, estaba en el centro de la Península, que esta situación privilegiada nos otorgaba, durante el verano, acceso directo al Camino de Santiago y que, por lo tanto, los de Brea de Tajo podíamos viajar en una noche a cualquier parte del mundo, incluso a Texas, o a California, adonde quisiéramos, pero tendríamos que volver casa esa misma noche y por el mismo camino celeste.
Nunca encontré el lugar de acceso a la Vía Láctea, pero me pasé el verano de 1968 buscándolo en cada horizonte nocturno de mayo a septiembre, convencido de que el esfuerzo iba a merecer la pena. Al verano siguiente tenía ya 11 años de edad, y había empezado a leer a Corín Tellado, mucho más terrenal.