Apenas leídas estas frases bíblicas con las que nos desayuna el Sr. Borrell, me dirijo hasta la estación donde cojo un tren atestado de familias alemanas a las que, en un pésimo inglés, trato de disuadirles de su descabellado intento de desplazarse a Barcelona dadas las circunstancias.
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No me entienden, ni yo a ellos y hasta una señora cincuentañera, se levanta y me cede su asiento interpretando que ante sí se halla un sujeto con indicios de senilidad precoz.
El caso es que el tren sigue su camino hacia el centro de Barcelona y para mi sorpresa, no queda retenido por barricada alguna, colocada por ningún movimiento insurgente.
Me apeo y empiezo a patear la ciudad hasta la extenuación, en busca de algún foco de "enfrentamiento civil" que pudiera alejar de mí el amargo recuerdo de no haber vivido el mayo del 68 en París, atribuible a una adolescencia que apenas quedaba atrás.
No encuentro nada. Pregunto a unos y otros sobre focos de alzamiento y los que no me toman por loco, hacen chistes de pésimo gusto acerca de las bombas de Jiménez Losantos.
Así es que, al atardecer, abatido y decepcionado, regreso de nuevo al tren, ahora sentado y por el camino, pienso que quizás el señor Borrell es víctima de trastornos delirantes o paranoias, al igual que su exsocio el señor Felipe González, a quién con gusto cedería mi asiento dada su avanzada edad y su visión distorsiona en busca de pisos encima de los áticos.