El 9 de noviembre de 2019 se celebraron los treinta años de la caída del muro de Berlín. Desde entonces, se han seguido construyendo otras barreras para separar a los pueblos.
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Por lo general, se levantan barreras para protegerse de hipotéticos enemigos que se encontrarían al otro lado de ese muro. Pero ¿existe de verdad un enemigo? Y, sobre todo, ¿tiene sentido elevar vallas que dividan a los pueblos?
En mi opinión, no. De hecho, a pesar de que políticamente sea una excelente estrategia, dividir a personas pertenecientes a la misma raza -la humana- ha creado siempre más hostilidad hacia quienes se encuentran al otro lado.
Alzar fronteras nunca ha aportado beneficios: no disminuyen los robos ni la violencia (hechos de los que, a menudo, se acusa a los migrantes) ni los homicidios.
No obstante, saber que hay una barrera física y tangible que los ampara, hace que muchos ciudadanos se sientan protegidos. No importa si no disminuyen los crímenes o si implementar dichas fortificaciones no es provechoso, lo fundamental es sentirse seguros.
El muro entre México y Estados Unidos es la barrera más conocida, pero no es la única: existen aproximadamente setenta. Aparte de las barreras físicas, existen también fronteras ideológicas, trabas mentales creadas por la población y que -a menudo- los inmigrados encuentran al llegar al país de destino.
En realidad, muchos ciudadanos les reservan a los inmigrados un comportamiento hostil y pasan desde tratarlos con indiferencia u hostilidad hasta utilizar formas de violencia verbal, física o psicológica. En definitiva, ningún tipo de muro es una solución a los problemas de un país.
Deberíamos considerar a los extranjeros como un recurso para la sociedad, ya que la diversidad cultural ayuda a forjar una sociedad heterogénea y a abrir la mente de quien cree que el mundo no va más allá de su país.