Con suerte, tan solo hace falta caminar un rato por las aceras de la ciudad para darse cuenta de ello. En el peor de los casos, el problema ya aparece desagradablemente evidente nada más salir a la calle, en el propio portal del domicilio. Como si la ciudad se hubiese transformado en un gigantesco y descontrolado pipicán, nos movemos con una alarmante continuidad entre orines de perro en sus más diversas variantes: fachadas, aceras, accesos públicos de todo tipo (escuelas, hospitales, bibliotecas, edificios históricos, el propio Ayuntamiento...). El uso indiscriminado, por parte de los propietarios de perros, del espacio público urbano como destinatario de las deposiciones líquidas de sus animales, ha construido un escenario que, a pesar del esfuerzo que todos parecemos hacer para no querer asumir la realidad, produce al mismo tiempo repulsión y tristeza.
Entretodos
No se trata de demonizar a nada ni a nadie, sino de abordar la cuestión con seriedad y eficiencia, y de buscar soluciones (más allá de ese absurdo recurso a la botella de agua para disimular el orín, que a veces da la impresión, aún más absurda, de que el dueño está 'bendiciendo' la obra de su perro). Y si quien tiene que buscarlas, quien tiene el poder y la capacidad (además de la obligación) de hacerlo, como es el Ayuntamiento de Barcelona, se dedica a mirar hacia otro lado y a hacer ver que no pasa nada, parece difícil, por no decir imposible, que esta situación pueda revertirse. Como suele decirse últimamente: aún estamos a tiempo.