El pasado 12 de octubre, camino de Puigcerdà, al pasar por debajo de un puente cercano a Berga, varios independentistas zarandeando con fuerza sus banderas saludaban con entusiasmo a todos los coches que pasaban bajo sus pies.
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Fueron muy pocos segundos, pero el tiempo suficiente para constatar que los portadores de aquellas significativas banderas eran ciudadanos llenos de vitalidad.
Jóvenes que tenían la necesidad apremiante de darse a conocer y demostrar al resto del mundo que son secesionistas.
Aquella imagen, llena de colores y alegría, además de simbolizar una ilusión (un deseo), también significaba la pertenencia a un territorio determinado, en este caso: El Berguedà. Lo vimos hace unas semanas en un estupendo mapa que publicó este periódico: el interior de Catalunya es más independentista que la del litoral.
La imagen del puente y la de nuestros coches ponían de manifiesto la existencia de dos grupos de catalanes bien distintos: el de los soñadores y el de los no independentistas que nos alejábamos de la ciudad para descansar. Estoy absolutamente seguro de que estos últimos somos muchos más.
La caravana de coches era enorme: larguísima.