Siempre pensé que los héroes eran aquellos que se engalanaban con espadas y escudos, capas y superpoderes. Héroes, todos ellos, al servicio de los más necesitados, que miraban atónitos y embelesados, cómo conseguían doblegar a un enemigo común.
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Y cada noche, cuando cerrábamos los ojos, recordábamos sus heroicidades y soñábamos estar a su lado o incluso poder llegar a ser como ellos. Poco importaba si eras del norte o del sur, de un pueblo o una gran ciudad. Había un héroe para cada tipo de cultura, raza, religión o gusto. Y algunos no tan niños volvíamos a emocionarnos viendo cómo el bien ganaba al mal en esa abarrotada y concurrida sala de cine. Pero la edad no impedía que la lágrima, traicionera, recorriera tus mejillas, como lo hace hoy, aquí, en el rostro de cada uno de nosotros, desde nuestro rincón de pensar particular.
Y vuelven a surcar nuestra piel, no ya por recordar a esos héroes de capa y espada, sino por ver que nos mintieron al decirnos que no existían. Lágrimas entremezcladas por una extraña sensación entre pena, rabia y agradecimiento a aquellos héroes que hoy en día no llevan capas ni enseres variopintos. Hoy los héroes tienen nombre y mascarillas. Van de uniforme y sin él. Viven cerca de nosotros y no vuelan, pero están consiguiendo que de nuevo, podamos volver a creer en los héroes, esta vez, de verdad.
A todos los héroes que no conocemos y están junto a nosotros, a todos nosotros que tenemos también un poco de ellos.