La derecha y la extrema derecha vehementes y enfurecidas demostraron (y confirmaron) los pasados día 4, 5 y 7 enero -durante los plenos de investidura en el Congreso de los Diputados- sus malas artes y su mal perder ante lo que finalmente concluyó con en el nombramiento como presidente del candidato socialista Pedro Sánchez.
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El hecho de que un Gobierno de coalición progresista eche a rodar les huele a azufre y a cuerno quemado a las derechas intolerantes y casposas. Y no es de extrañar, porque el concepto de democracia y la voluntad popular expresada a través del arco parlamentario quedan muy lejos de su ideario impositivo, retrógrado e inamovible.
Tan respetables y legítimos son los votantes de Vox y sus escaños -por mucho que los demócratas de verdad no podamos aceptar ni uno solo de sus postulados- como los de una formación soberanista como Esquerra Republicana de Catalunya -con la que no comparto su senda independentista-, pues en ambos casos representan a una parte importante de la ciudadanía.
Por ello, el intento de boicot a la formación de un Gobierno de izquierdas -única opción posible- además de antidemocrático, es preocupante. "Gobierno ilegítimo, traidor, apoyado en golpistas y terroristas", fueron algunos de los exabruptos, además de otros insultos, que oímos durante las tres sesiones en el hemiciclo por parte de una bancada de las derechas echada al monte.
Prefiero mil veces a un comunista como a Alberto Garzón en el Gobierno que a cualquiera de estos neofranquistas y guerracivilistas cerriles: Abascal, Ortega Smith, Hermann Tertsch, Monasterio, Álvarez de Toledo o Díaz Ayuso, por ejemplo.