Es un domingo de cielo azul y por tanto soleado y, sentado en uno de los cubos de granito que protegen la zona peatonal de La Rambla en la confluencia con las calles Hospital, Boqueria, Sant Pau y Cardenal Casañas de su tránsito rodado y también sirven de bancos, observo a una multitud de paseantes. Delante de mí el mosaico inconfundible de Joan Miró y, a mi derecha, el Gran Teatre del Liceu.
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Muchos de los caminantes son gente joven o de mediana edad y, mayoritariamente, turistas que se dirigen hacia el mar proyectando sombras no muy largas (son las 12 horas del mediodía). Un guía se para en el mismo centro del dibujo de Miró y empieza a contar cosas a un nutrido grupo de europeos rubios y muy blancos. Viendo su exagerada atención a su guía, deduzco que son gentes muy civilizadas; mientras él habla, todos ellos permanecen en silencio.
El sol empieza a apretar y me refugio en la entrada del Liceu, donde recuerdo emocionado lo que viví el día 12 en el homenaje a la gran Montserrat Caballé. Pensando en su sonrisa, en Puccini, en Verdi y Bizet, y en lo agradable que es ver pasear felices a gentes diversas de todo el mundo por la Rambla de mi ciudad, pletórico, siento que la vida es maravillosa.