El estudio se realizó entre 2016 y 2017: consistió en suministrar una leve corriente de 1,5 miliamperios en la frente de 41 reclusos, voluntarios e informados, y evaluar, antes y después, sentimientos como la hostilidad y la rabia. Evidentemente, se redujo la prevalencia de estos sentimientos en todos ellos, y no en el grupo de control, cuyos componentes participaron en una simulación de ese mismo experimento. Hasta aquí, de acuerdo.
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Pero no podemos olvidar que la privación de libertad supone la agresión más directa que el Estado ejerce sobre el ciudadano como sujeto de derechos y como persona individual, privándole de la interacción con su entorno más inmediato. Se trata de mantener una represión directa y continuada sobre los presos preventivos y los condenados.
Desde ese estado de carencia vital, cualquier actividad en la que acepte y firme participar un interno estará dirigida a acortar su permanencia tras los muros, y por lo tanto a ganarse la voluntad del sistema penitenciario, que es absolutamente discrecional en cuanto a progresiones y regresiones de grado, beneficios penitenciarios y otras medidas administrativas que alivian las penas impuestas.
El Defensor del Pueblo no quiere que este tipo de estudios se hagan en las prisiones españolas. Bien.