Ha fallecido George H.W. Bush, ex presidente de EEUU, dejando a sus espaldas el legado (bastante fatídico, por cierto) de haber iniciado (aunque él pensara que concluido) una guerra iniciada hace 27 años (la madrugada del jueves 17 de enero de 1991) con el bombardeo masivo de Irak por parte del ejército norteamericano.
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La antigua Babilonia estaba acusada de haber invadido una pequeña (y rica) nación económicamente fuerte, Kuwait, la cual recobró su libertad en cuestión de semanas, aunque, eso si, todos sus pozos de petróleo estaban prácticamente inaprovechables.
Se impuso el valor del oro negro por encima de todos los principios, incluido los democráticos, permitiendo exhumar antiguas rencillas que, en apariencia, eran simples. No era así. Se trataba de antiguos rencores, tan profundos como sangrientos, y ya no había forma de olvidarlos. Las armas, nuevamente, iban a cobrar su repugnante protagonismo.
Los conflictos no se miden por su intensidad, sino más bien por su duración. Por poner un ejemplo, la supuesta tregua siria no ha traído estabilidad (ni mucho menos tranquilidad). Estructuralmente, las naciones árabes son tribalmente conflictivas, aspecto que el colonialismo europeo controló durante algún tiempo. Desde enero de 1991, el imperialismo yanqui ha sido el verdadero encargado de alterar nuevamente un orden tan precario como falsamente establecido.
Naciones como Irak, Afganistán, Yemen o Libia ostentan la triste categoría de candentes polvorines en los que su población carece de validez y en los que el control estratégico mueve millones de cualquier moneda. Lo que se fraguó (¿intencionadamente?) a principios de los años noventa está bien compacto en nuestros días. Miles de personas por bombardeos en los países de la media luna islámica, otros cientos por atentados en el (supuestamente) Occidente civilizado y lo que es peor: el estancamiento de una confrontación, ya muy larga, que claramente, nada ni nadie (políticamente hablando) quiere poner fin.