Si el siglo XVIII fue el siglo de las luces, tal vez haya que convenir que el nuestro es el siglo del apagón y el sindiós. Mientras el planeta agoniza, en nuestros mares no deja de crecer la cosecha de cadáveres y la desigualdad escala a niveles insospechados, asistimos a un esperpento ferial: tipos que llevan toda la vida viviendo a cuerpo de rey de las mismas mamandurrias que critican con vigor castrense; trileros de alta alcurnia y opacas carreras dando credenciales de buena conducta patriótica; progresistas de yate impartiendo clases de ética desde la cubierta mientras se broncean.
Entretodos
A su vez, plutócratas con sueldos astronómicos predicando la buena nueva de la austeridad para las clases populares; el noble pueblo llano mostrando su impudor racista y xenófobo en los estadios; partidos políticos anteponiendo sus intereses particulares a los sociales; un sistema educativo obsoleto y clasista; unas clases medias depauperadas agarrándose al clavo de la demagogia más primaria y canalla y la extensión de la sospecha sartriana de que el infierno siempre son los otros.
Confieso que siento un asco infinito. Y el deseo, como Cernuda, de tomarme unas largas vacaciones allá lejos, donde habite el olvido.