Leer suele ser por lo común un acto unipersonal, de ensimismamiento, de introspección y sedentario, y, a la vez, nos permite dar rienda suelta a nuestra imaginación. Nos convierte en transitarios, en nómadas virtuales, en viajeros seducidos por ese prodigioso ejercicio de abrir la ventana de la mente.
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Los más agoreros predicen el ocaso de los quioscos, anuncian la apocalipsis de las librerías, vaticinan la deserción de los usuarios de las bibliotecas. Sin embargo, el libro forma parte intrínseca y consustancial de nuestra existencia desde tiempos inmemoriales. En el libro se moldea y esculpe la palabra. Es nuestro indispensable aliado, incluso puede que nos acostemos con él, como libro de cabecera que nos ayuda a descansar, a conciliar el sueño. El libro es un infatigable compañero incondicional de viaje, delicioso catalizador de largos períodos de convalecencia, de la merecida etapa de jubilación. El libro es impulsor de la fascinación y la recreación en el plácido asueto.
La tecnología no debe eclipsar la saludable y edificante lectura del libro. De esa fuente infinita de vocablos que merced al secuencial relato nos transporta de forma primorosa al saber, al espacio inabarcable del conocimiento y estimula la reflexión. La lectura del libro es una recomendable gimnasia que agradece el cerebro como aliciente neuronal. Sabido es que el saber no ocupa lugar y el libro no se debe desterrar.