Por primera vez siento que me puede decepcionar un candidato. Los políticos siempre se han mostrado ajenos a la realidad cotidiana del ciudadano de a pie. Cuando el salario mínimo ronda los 600 euros y los dirigentes llevan trajes de ese valor, la brecha es insalvable. Desde que deposité mi voto por primera vez nunca falté a una cita electoral. Recuerdo haber votado mayormente sin sentirme atraída por las propuestas específicas de algún candidato, sino por voluntad de echar la papeleta, como siendo guiada por predilecciones más formales que reales. Al margen de mi habitual afán participativo, esta es la primera oportunidad en la que me encuentro a merced de una expectativa mayor en vistas del alcance real de las decisiones que puedan tomarse desde un ayuntamiento.
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Uno de los elementos principales es el evidente carácter plebiscitario de estas municipales, pero aquello que lo transforma todo definitivamente sigue siendo el clima político de cambio que se instaló desde la indignación hecha voz aquel 15-M. Por primera vez, tengo miedo de sentirme decepcionada por mi elección, engañada por el incumplimiento de un programa electoral o, peor aún, descubrir que caí presa de una manipulación que, al revelarse, eche por tierra los cimientos de las esperanzas para un futuro de cambios necesariamente profundos. Me veo igualmente obligada a contribuir a dicha posibilidad, abrirme a confiar en una sociedad que merece creerse mejor, representarse mejor. Darse una oportunidad.
Hacen falta valores, porque los valores son inquebrantables. No se pueden comprar, necesitamos gobernantes que antepongan el beneficio de los ciudadanos y de la ciudad misma, a cualquier interés económico. Se necesitan valores porque siempre responden al futuro, a una responsabilidad con las generaciones venideras y un respeto al legado del pasado.
Es la primera vez que me puede decepcionar un candidato porque para sentirse decepcionado es necesario tener expectativas. Espero que se cumplan.