Por mucho que Bécquer dijera que "el alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada", es muy triste que se hayan perdido millones y millones de besos que, al prohibirnos usar los labios, no han nacido. Han desaparecido, sin llegar a existir.
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Repaso mi infancia, impensable sin los besos de mis abuelos, de mis tíos y primos, de mis compis de cole, de las vecinas y amigas de mi madre... No sé si hubiera crecido mejor o peor de lo que crecí, pero desde luego mi desarrollo físico, mental y social hubiera sido muy diferente al que disfruté.
Y mi adolescencia... sin esos primeros y tímidos besos que tanto nos excitaban y nos hacían soñar durante días interminables, deseando repetirlos para sentir que despertábamos a la vida verdadera. En la juventud, ¿qué hubiera sido de los rollitos, ligues y noviazgos sin podernos besar? ¿Cuántas parejas actuales no hubieran cuajado? ¿Cuántos niños (adultos ya) no existirían?
Esa mascarilla que nos protege y nos distancia, y que debemos utilizar para salvarnos del bicho, está creando tal quiebra y tan enorme brecha emocional en las jóvenes generaciones que, quizá, quienes rozamos los 70 años no seamos capaces de afrontarla y soportarla.
Porque yo, además de recibir besos también los daba a mis abuelos, a mis tíos y primos, aunque no conviviera con ellos. Sin embargo, ahora he de permanecer enmascarada a dos metros de mis hijos. Y en pocos meses seré abuela.
Me obligo y acato las normas, sabiendo que jamás recuperaré esos besos, caricias y mimos asfixiados tras la mascarilla. Se rompe el alma, esa que el poeta decía que puede besar con la mirada.