Actualmente se habla mucho del odio y del delito de odio en las redes sociales, campos de fútbol y, cómo no, en el devenir político de este país.
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En cualquier caso, convendría precisar qué es exactamente el odio. Normalmente se responde que es una emoción o sentimiento de animadversión e incluso repugnancia hacia otro que impulsa hacia su eliminación. Ciertamente que existe un componente emotivo en el odio, pero lo más importante es el aspecto volitivo. Es así porque en definitiva el odio es desear o querer el mal a alguien por una cuestión de raza, sexo, religión, ideas, personalidad, temperamento, etcétera.
Una persona determinada puede generarle animadversión a otra, pero eso en sí mismo no es odio. Es un sentimiento que, como tal, es voluble. En cambio, si una persona por la que otra siente rechazo tiene un problema determinado y es ayudada por aquella eso no es odio. No es lo mismo sentir algo que consentirlo volitivamente.
Los actos que procuran el mal de otro ser humano, ya sea con hechos o palabras injuriosas y peyorativas, ponen de relieve una falta de coraje para vencer esa tendencia que lleva a destruir al otro como sea.
Realmente, cuando se actúa con odio hacia los demás, como grupo o individualmente, los resultados a medio y largo plazo son nefastos. Con odio nunca se han llevado a cabo progresos en la humanidad. Solamente hemos de pensar en el fenómeno del nazismo o del estalinismo.
Hacer el bien a los demás necesita un acto de afirmación mediante la voluntad superando prejuicios, supremacías, competencias desleales y mentiras. Al fin y al cabo, nadie se ha diseñado a sí mismo para merecer lo que tiene y, por consiguiente, creerse con la capacidad de desdeñar a los demás empleando el odio implica un amor desordenado a la propia excelencia, y ese desorden no es precisamente un favorecedor de la justicia y de la paz social.