La Unesco decidió, en 1999, proponer como Día mundial de la Poesía el 21 de marzo, fecha coincidente con el equinoccio de primavera en el hemisferio septentrional y de otoño en el meridional. Sin duda, la organización cultural de la ONU asoció el cambio de estación con la intensificación de los sentimientos que favorecen la inspiración y la creatividad poética.
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Como insinúa Bécquer en una de sus Rimas, dar una definición de poesía es algo prácticamente imposible, porque definir quiere decir delimitar, y siendo el poetizar coextensivo con la existencia humana, resulta, como esta, inabarcable. La poesía es algo inefable, como un misterio o un milagro. El origen griego de la palabra indica que se trata de una actividad creativa (poema significa obra creada), pero cómo y por qué se produce esta creación que surge de una fuente interior -la inspiración- permanece inexplicado. Los propios helenos la personificaban en las Musas, y en general las antiguas civilizaciones la relacionaron con una u otra forma de influencia divina. De hecho, los primeros poemas fueron los mitos que condensaban el saber sagrado de los pueblos, y los rapsodas se consideraban como una especie de mediums a través de los cuales se expresaban los dioses.
Hoy tendemos a atribuirla a los resortes de la imaginación humana; pero personalmente creo que el poder y el deseo que nos llevan a crear belleza con palabras provienen de un impulso más profundo arraigado en aquello de lo que procedemos y que nos envuelve. Por ello me parece un acierto haber ubicado el día de la Poesía en un enclave astronómico, el equinoccio, que constituye un punto culminante y de renovación en nuestro ciclo cósmico y vital.