El pasado 22 de junio se hizo oficial la destitución de Rosa Menéndez como presidenta del CSIC y se publicó el nombramiento de Eloísa del Pino como su sustituta. Lamentablemente, muy pocos medios se hicieron eco de la noticia, que corrió como la pólvora entre los implicados en la I+D de este país y nos cogió por sorpresa.
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El anterior viernes, día 17, había tenido lugar el II Encuentro del CSIC y nada hacía pensar que pocos días después la cúpula de la Institución saltaría por los aires. Asumo que, como ministra de Ciencia e Innovación, Diana Morant lo sabía, pero no dudó en dirigirse a la audiencia como si la decapitación planificada fuera cosa menor. Tampoco en la reunión del Comité Científico Asesor del CSIC celebrada el lunes día 21 se sospechaba nada. A las pocas horas se cesaba a Rosa Menéndez y se nombraba presidenta del CSIC a Eloísa del Pino. No voy a entrar en consideraciones sobre la trayectoria profesional de ambas (acudan a internet) ni en la enorme calidad del equipo directivo saliente. Pero sí quiero denunciar las formas.
Un cambio de esta envergadura no se hace de la noche a la mañana sin perjudicar muy seriamente a la Institución y sin dañar gravemente los sentimientos de quienes han dedicado interminables jornadas laborales a su gestión. Una gestión que muchos consideramos excelente, incluso en momentos de crisis socioeconómica como la erupción del volcán Cumbre Vieja de La Palma o la pandemia de covid-19, donde el CSIC estuvo presente. Una gestión que consumó la integración en el CSIC de antiguos organismos públicos de Investigación (IEO, INIA e IGME) y que ha dado a conocer a la Institución y la ha situado en la posición de respeto social que merece.
Sería loable que algún grupo parlamentario del Congreso de los Diputados o del Senado exigiese explicaciones detalladas a la ministra Morant sobre los motivos reales de tal desaguisado. La I+D española y la sociedad como principal beneficiaria merecen una respuesta.