"¡Que viene el lobo!", había gritado el niño tantas veces que al final no le creyeron. Y cuando llegó de verdad, acabó comiéndoselo sin que nadie acudiera en su ayuda. Al Estado le está pasando lo mismo que al niño del cuento, porque ha tirado tantas veces del argumento del terrorismo (el PP sigue usándolo electoralmente) que está a un paso de que no les crea nadie.
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Las últimas vícitmas han sido Adrià y Tamara Carrasco, acusados de terroristas. Algunos medios de comunicación les compararon con las SA nazis y parte de la caverna mediática aseguró que tenían vínculos con partidos independentistas para ilegalizarlos.
Al final todo ha sido otra campaña ficticia más. Y claro, al final uno ya duda de todo, porque si esos son los métodos y maneras supuestamente en democracia, ¿cómo serían en plena dictadura? Ya no se trata solo de las torturas del cuartel de Intxaurrondo, ni del GAL o el asesinato de Lasa y Zabala, que se perpetraron para vergüenza de todos los españoles de bien, sino de unas actuaciones judiciales que destrozan vidas con la misma contundencia. Por eso ya no se puede creer a un Estado que acusa de terrorismo, de sedición o de romper España, con la misma alegría que cualquiera se toma una cerveza en el bar.
El debate de ideas siempre enriquece y proporciona nuevas soluciones a problemas comunes, y solo un Estado autoritario lo rechaza, criminaliza al que piensa distinto y le reprime. Las urnas siempre son positivas al aclarar lo que prefiere la mayoría y solo un estado histérico rechaza que se vote y monta un circo por un referéndum como el 1-O.