Lamentablemente, la edad y la enfermedad no tienen condescencia. Así lo ha querido el destino para el actor asturiano Arturo Fernández, de quien la escena contemporánea es deudora por su sencillo, humilde y bien elaborado trabajo. La razón, después de haber visto varias de sus obras teatrales y apariciones en el cine y la televisión, era su formula de enfrentarse (y de ganarse) al público: una mezcla de honestidad, empatía y muy estudiada profesionalidad.
Entretodos
Dotado de un carácter extraordinariamente campechano pero que nunca jamás cayó en la chabacanería, elegante en su presentación y prescidiendo de la petulancia, teniendo muy en cuenta la opinión del destinatario de lo que iba a realizar (ya fuera drama, como la muy dura Un vaso de whisky, su bautismo en el cine en su juventud, o comedia, como la muy divertida Truhanes junto al polivante Francisco Rabal), siempre logró algo elemental y, a la vez, importante.
Su nombre era sinónimo de algo interesante o agradable, pues sin duda alguna ha sido de los últimos interpretes que supo emplear, con toda libertad, una elegancia expresiva que le permitió expresar hondos sentimientos, divertidos conceptos e incluso elevadas ideas. Afable, atento y capaz de superar momentos difíciles (el hundimiento o el desánimo son, el algunas ocasiones, fatales acompañantes para los actores) siempre se le recordará con lo que le regaló la vida y supo aprovechar: la tan buena como grata presencia y la amabilidad contagiosa. ¡Muchas gracias por los buenos momentos que en la butaca del teatro, del cine o del salón de casa nos regalaste, Arturo!