Inevitablemente la campaña electoral para el 21-D, como la precampaña que ya ha empezado, girará en torno a la independencia y el derecho a decidir, que defenderán las candidaturas secesionistas, y el modelo de Estado en el que Catalunya se integre adecuadamente-y la posible reforma de la Constitución-, en el caso de las candidaturas no independentistas -unionistas, en el argot al uso. E inevitablemente se hablará de cómo remediar la fractura social sobrevenida. Y parece obligado que así sea porque el secesionismo es sin duda el problema político/social más grave que hoy tiene el Estado.
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Pero será un disparate que los partidos de izquierda -o los que así se consideren- se olviden de todo lo que, como izquierda, estarían obligados tanto a denunciar como a reparar política y solidariamente: la pobreza, la desigualdad, la precariedad laboral y salarial, el paro, los recortes de derechos y servicios sociales, las pensiones, la violencia de género, la protección del medio ambiente...
Por supuesto que hay que hablar de competencias, de financiación, de fiscalidad y de reparto solidario de la riqueza, pero sería un error plantear todos esos asuntos desde criterios nacionalistas-catalanistas o españolistas, que tanto da- y no de clase: los explotados no lo son por ser catalanes, andaluces o castellanos, ni por ser oriundos o migrantes, sino por un sistema económico codicioso y unas políticas que lo consienten y amparan, como claramente se muestra en la corrupción político/empresarial. De eso hay que hablar.
Claro que el modelo de Estado -unitario, autonómico en mayor o en menor medida, federal- es políticamente importante porque afecta a toda la administración; claro que los cuatro consensos de la Constitución de 1978 -monarquía parlamentaria, Estado autonómico, economía social de mercado y aconfesionalidad- están en entredicho y tarde o temprano deberán ser revisados, pero es urgente erradicar las políticas que producen las desigualdades y las injusticias que sufren quienes hoy malviven.