En marzo del 2020, en Monterrey (México) apenas se oía hablar del virus, seguí con mis visitas programadas a la universidad junto con mi compañera. El último día fuimos de compras y a visitar un pueblecito lleno de color, vida y sabores, calles llenas de luz y movimiento.
Fue en el aeropuerto, al hacer escala en México DF el 12 de marzo, cuando, antes de embarcar, se nos avisó de la posibilidad de que el vuelo se cancelase o no pudiera aterrizar en Barcelona. Las noticias que recibíamos de mi marido, familiares y amigos eran muy preocupantes.
No sin dificultades, con una escala imprevista en Azores, aterrizamos en Barcelona la mañana del 13 de marzo. El aeropuerto estaba desierto; policía por todas partes, no daba crédito. Mi marido a la salida esperándome. Nos abrazamos intensamente, sin palabras, pues creímos en algún momento que no íbamos a poder reunirnos, nosotros, que jamás nada ni nadie nos había separado en décadas. Hicimos un viaje de retorno a casa en silencio y escuchando la radio del coche. Yo estaba desubicada, y no por el 'jet lag'; los lugares, antes familiares, ya no lo eran.
Al día siguiente por la mañana salí a la farmacia. Las calles estaban desiertas, desoladas, heladas, inertes, inmóviles, inhóspitas, abducidas... de repente se acerca un coche patrulla emitiendo un mensaje: “Esto es una emergencia sanitaria, se recuerda a la población….”. Tengo grabado ese mensaje en mi cerebro y no consigo borrarlo. Seguí con la mirada al coche hasta que desapareció por la esquina. Miré alrededor buscando complicidad, empatía, consuelo. Regresé a casa despavorida y no salí en un mes, convencida de que en esa escala en Azores atravesamos un agujero de gusano y estaba en un mundo paralelo.
Sigo buscando la puerta de regreso; quizá si vuelvo a las Azores la encuentre.