Una historia de los segundos, si algún día la escribe alguien, está obligada a consignar en un lugar destacado la leyenda de Raymond Poulidor, “el eterno segundo” de Francia, el ciclista que jamás llegó a vestir de amarillo en el Tour pero que terminó tres veces segundo y cinco tercero; y subrayar, porque es importante, que en su país lo adoraban. O, naturalmente, la historia de Robert Scott, ese segundo dramático, terrible, el capitán que el 17 de enero de 1912, después de una odisea inimaginable, se plantó con su equipo en el Polo Sur solo para descubrir que no era el primero sino el segundo en conseguirlo, y que su gran rival, el noruego Amundsen, había llegado un mes atrás. La foto que se tomaron Scott y su equipo en el lugar no solo transmite el enorme cansancio del grupo después de dos meses largos en condiciones extremas, también es la cara de la derrota. Y no cualquier derrota: la del que llega segundo, el que vislumbra pero no toca, el de la miel en los labios. Todos murieron en el viaje de regreso.
Perdedores estupendos
El seductor encanto de ser segundo
La publicación de la novela sobre el niño que estuvo a punto de encarnar a Harry Potter invita a rescatar del cajón la figura romántica del segundo del casillero y a recuperar la historia de dos de los más famosos segundones de todos los tiempos: uno ciclista, el otro explorador
Raymon Poulidor (en segundo término, por supuesto), junto a Luis Ocaña, en el Tour de 1973.
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