Ahora que, más o menos, ya hemos dejado atrás la pandemia, que será un aperitivo de las desgracias microscópicas que vienen, y mientras esperamos el advenimiento de las macroscópicas desgracias, es decir, del Juicio Final, nos dedicamos a “bailar hasta que todo esto acabe”. Es una pintada que recientemente he visto bajo un puente y que resume el espíritu de los tiempos. Parece ser que no nos queda otro remedio que esforzarnos por ahuyentar los fantasmas de todas las crisis que nos amenazan y nos atenazan. Y aprovechar los pocos minutos que restan para que el mundo se convierta en el horno definitivo que se vislumbra en el horizonte. Es decir, exorcismo o desazón. Los conciertos de verano reúnen estas dos condiciones, en el bien entendido que hablo, por supuesto, de los multitudinarios, de los que acumulan sudor y adrenalina, de los que sales desquiciado por el ritmo y desasosegado por tanto bailoteo. No estoy seguro de que los asistentes a este tipo de actos participen, todos ellos, de la propuesta que vi bajo el puente, ni que, por supuesto, piensen que deben esforzarse al máximo hasta que todo estalle. Es muy probable que solo quieran bailar hasta decir basta, y más allá, pero también es cierto que a las ganas de volver a salir sin restricciones ni mascarillas se junta la vaga referencia (difusa, pero tangible) de la incertidumbre cósmica.
La contraportada
Cómo comportarse en... un concierto de verano
De cómo entender el código que oscila entre la jarra de plástico y la copa de cava y de cómo encarar el baile como un exorcismo o como una desazón.
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