Explica la priora Montserrat Salvador García (Barcelona, 1933) que el bello claustro gótico que alberga Santa Maria de Montsió ha sufrido dos traslados, piedra a piedra, a lo largo de su historia; el último, en 1950, desde el corazón del Eixample, en la rambla de Catalunya, hasta Esplugues de Llobregat, su actual emplazamiento.
-Hace 30 años no podríais haber entrado aquí bajo ningún concepto.
-Hubiésemos hablado a través de la reja. O dentro del locutorio. Y el lenguaje habría sido muy distinto. Este es otro tiempo, han cambiado mucho las cosas... Pero, no crea, también nosotras nos hemos modernizado un poquito.
-Cuente, por favor. Usamos internet, tenemos móviles y televisor. La hermana Mariàngels, por ejemplo, es muy forofa del Barça y escucha los partidos en el transistor. ¡Tiene una gorra y todo! Ella también se ordenó tarde, como yo.
-¿Cuántas religiosas viven aquí? Cinco. A una la tenemos ahora en el hospital porque se rompió el fémur. La más joven tiene 75 años. Es una lástima que se hayan ido muriendo, porque faltan vocaciones.
-Ya. Hemos tenido algunas novicias, de 50 años y sesenta y pocos, pero es muy, muy difícil la adaptación a la vida monástica, aun cuando eran chicas muy profundas.
-¿No salen ustedes? Muy poco. En caso de necesidad, para ir a los médicos o cuando enferma algún familiar. Nuestros votos son solemnes; si yo saliera ahora del convento y me casara, por ejemplo, el matrimonio sería nulo.
-¿El voto más difícil? La castidad la asumes; también la pobreza, porque lo dejas todo. Quizá la obediencia… Me costó mucho adaptarme a la espera durante las comidas porque algunas monjas muy ancianas tardaban mucho en acabar; no podíamos salir del refectorio hasta que la priora tocaba la campana.
-¿Cuál es su rutina diaria? Nos levantamos a las seis, y tenemos las oraciones matutinas, los 'laudes' y la 'tercia'. Desayunamos. A las ocho y media rezamos el rosario y a las nueve tenemos la misa...
-Una vida consagrada a la oración, como apartadas del mundo. Puede parecer que sí, por el silencio y el recogimiento; a veces, desearías ayudar a tu familia en las cosas cotidianas. Pero le aseguro que no nos olvidamos de los problemas, que nuestro sacrificio es por caridad, amor y responsabilidad. La parte de arriba la hemos cedido a Cáritas.
-¿Hubo otros religiosos en su familia? No. Fui la mayor de siete varones; bueno, uno era mayor que yo, pero el hecho de ser la única chica retrasó mi vocación.
-Tenía que ayudar en casa. Vivíamos en Sants. Mi padre trabajaba en la construcción y mi madre cosía, era maquinista de calzado. Mi abuela era modista, así que yo cogí los oficios de las dos.
-¿Llegó a ejercerlos? Sí. Primero, en casa. Y luego trabajé para el taller de alta costura Rosser, en el pasaje de la Concepció. Ahora me cuesta coser.
-¿Cuándo entró en el convento? Sentí la llamada a los 20 años y fui de Acción Católica, pero la vida… No fue hasta los 46 años cuando me metí a monja, una vez todos mis hermanos se habían casado.
-Todo llega en su momento. Lo que más me costó de la clausura fue dejar a los sobrinos, que entonces eran muy pequeños. Tenía un coche, tenía amigas… Pero no por ello iba a dejar la vocación.
-¿Por qué las dominicas? Porque trabajaba aquí, al lado, y las veía.
-¿Dónde? En un colegio de niños invidentes, donde entré a trabajar en 1974; les enseñaba el braille. Algunos tenían otras dificultades. Y durante la jornada, las observaba.