Un caballero afable, con sentido del humor y una visión muy sabia de la vida, Carlos Mariño Rodríguez (Finisterre, La Coruña, 1930) se había ocupado del faro de su pueblo, el más occidental de Europa, antes de trasladarse a Catalunya en 1970.
-En mi familia no había tradición farera, no. Es cierto que tenía un tío torrero, pero mi padre y mi abuelo fueron panaderos.
-Entonces, ¿cómo surgió la vocación?
-De niño me hice muy amigo de uno de los hijos del farero cuando llegaron al pueblo. Se llamaba Luis pero nosotros le decíamos Chitó. A mí me gustaba mucho escaparme por la carretera hasta la punta del cabo.
-Un paisaje impresionante, imagino.
-Recorría los tres kilómetros cuesta arriba y daba la vuelta al faro. Iba casi todos los días, pegaba la nariz a los cristales y me quedaba fascinado mirando cómo giraba la rueda del radiofaro, con las muescas del morse.
-Aprobó el examen en 1954.
-Había que examinarse en Madrid y entré a la segunda intentona. Mi primera plaza fue el sur de Tenerife, en Punta de Rasca, un faro que funcionaba entonces con acetileno… Los primeros días lo pasé fatal.
-¿Por qué? No parece mal destino.
-Estaba en el quinto pino, muy separado de la población, tenía 24 años y vivía solo en el faro. Pero fui acostumbrándome a distinguir los ruidos de la noche. Algunas, se acercaba una mujer, medio loca, la pobre. También fui destinado al de Estaca de Bares.
-Y en el de Finisterre, ¿cuánto tiempo?
-Unos 17 años. Allí nacieron mis cinco hijos. En la vivienda, las ventanas estaban orientadas hacia la punta del cabo, así que cuando había temporal, el viento batía los postigos y la cocina se te llenaba de espuma de mar.
-En plena Costa da Morte, un mar duro.
-Madre mía… Recuerdo cuando naufragó El Bonito, el 18 de enero de 1960. El mar se tragó a 11 hombres. Allí, en Finisterre, las olas son muy traidoras, no van de frente. Pero, mire, yo ya no pensaba marcharme del pueblo.
-¿Qué pasó, pues?
-Me convenció de que pidiera el traslado un ingeniero de costas con quien había trabado mucha confianza y que venía de tanto en tanto por Finisterre. «Tú, con cinco hijos, ¿qué piensas hacer? ¿Meterlos a los cinco al charco?», me dijo en una ocasión.
-Se refería a la vida en el mar.
-Claro. Le hice caso y, cuando salió la demarcación de costas de Catalunya, opté a la plaza. Aquí había colegios, universidades, industrias… Me vino bien haber estado en Madrid unos meses estudiando el Decca, un sistema de navegación británico.
-Ajá.
-Al principio, cuando llegué a Catalunya, estaba de suplente de faros en la Jefatura de Costas y hacía trabajo de oficina hasta que había una baja por enfermedad, vacaciones o lo que fuera. De esa manera, estuve en todos los faros catalanes.
-¿Ah, sí?
-Bueno, en todos menos uno: el de Tossa de Mar. Iba de aquí para allá, y recuerdo que pasamos dos Navidades en el faro del cabo de Creus, algo inolvidable. Luego, ya me quedé fijo en el de Montjuïc.
-¿Un faro difícil, el del Morrot?
-No era complicado, no; ya se había puesto más automático, con una baliza al lado de la torre.
-¿Dormía usted allí?
-Según el día. Nos compramos un piso en la ciudad y fue mi hija quien se instaló a vivir en el faro, hasta que en 1992, con la ley de puertos, se decretó la extinción del cuerpo de técnicos de señales marítimas y me jubilé. Las vistas de la ciudad son magníficas desde allí, entre el cielo y el mar.